27 septiembre 2010

"CANTÁNDOLE A LOS ÁRBOLES"


Se me antoja  hoy imaginarme la vida
junto a un puñado de árboles
que desde arriba me miran.
  
Delgados cipreses
que doblais cansados la fina cabeza
antes de alcanzar el cielo bajo el que os  plantaron,
cómo espadas alertas
que escondeis verguenzas en una verja alineados
y guardais recuerdos en el campo santo.
Frondoso sauces llorón
lagrimeando sobre los terrarios bajo tus caídos brazos
llegados al suelo en días abandonados,
albergue de mirlos, jilgueros, algún ruiseñor y pájaros de la nieve.
Poderoso pino canario
cúpula de sombra que aturde  la vida florida bajo sus ramas
lanceando agujas contra la sirga que intrusa quiere dominaros,
indefenso a la oruga que cada Septiembre.en su copa anida.
Laureles floridos en días sol temprano
dóciles hermanos con ruda hoja de olor a buen guisado
en mediodias almibarados de risas, buen vinos y abrazos.
Castaño incansable que indomable creces
rodeado de setas que adornan tu talle,
siembras de hojas un suelo tunante que se tus raices abre
y alojas urracas que en cada primavera  alargaran tu paisaje.
Verderona morera que a la luna brillas
saqueada amiga en tardes furtivas, no te mueras nunca
sin darme un capullo de tu seda fina.
Almendro florido despues de la helada
amigo del paseo que regalas pétalos a quien se te arrima
 pendiente de la mano arpía que cada temporada te rasga la ropa.
Olivo sabio descolorido
símbolo de fe por los caminos, fuente de vida, capricho
que ofreces quieto tu lustre claro
orlado de botones verdes y morados.

¡Cúanto podría imaginar sentada bajo sus brazos!
¡Cúanto podría escribir si estuvieran a mi lado!
¡Cúantos supiros me han regalado!

Eloisa 

05 septiembre 2010

POEMA "VERSOS DE LA TIERRA AL CIELO"




" VERSOS DE LA TIERRA AL CIELO "

Precisé de la fe para hallarme,
como la oveja precisa la escarda para liberarse,
como el hombre la lana robarle.
Precisé la fe para agradecerle
a los seres bellos del cielo que vivamente me llamaron,
el maná de la nueva gana regalado,
el acerco aquí, a mi vera,
a mi paso, que pasaba lejano,
se me alejaba; alojé la fe
para elejar agasajos y halagos
de quien exijía palabras de mí, no mis palabras.
Precisé de la fe para hallarme
siendo mujer entre agachadas mujeres,mujer de nuevo;
casi hombre entre los rudos, parcos huertanos, casi hombres
cuando alzaba el brazo al árbol de los melocotones;
niña serena entre las zagalas que rien
mirandose las uñas de sus pies pintados,
caminando alegres con vivos calzados, arrebolando;
para ser vecina del vecino,
 del vecino malo, a solas en mi rellano;
para ser aceite suave entre olivas verdes
y palabra, y figurs firme entre las miradas.
Precisé, atea, de mi fe
paseando calle arriba la Virgen de la Salceda
vestida de flores blancas, de luces encandiladas,
lustradas ropas del polvo despojadas y velas ritualizadas,
asordada de cornetas, amenes, cantos y plegarias,
en procesión por Las Torres
enrojecida la mano de las ceras que resbalan,
por regalarles a ellos mis gracias,
-tambien a los hombres las gracias por no precisarlos nada,
nada vuestro, nada ajeno-
agradecer mís propias gracias por no extraviarlas,
por no gastar si nó lo mío, apenas nada,
ni alarmaros mas el alma;
precisé la la fe
para caminar  por la calle arriba hasta la hermita de El Coto.
Precisé, hallarme hallada
al paso de la bonita cantándole un pasodoble,
al paso de la bonita aunque vaya rezagada
sin querer escuchar nada.
Detrás voy,
su favorita, la última rescatada,
colmada de agraciados dones,
bien colmada de perdones.



Eloisa

MI SUEÑO. TU SUEÑO.

01 septiembre 2010

CUENTOS DE AMOR, "EL VIAJERO"


El viajero

Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.


Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:
-¿Quién llama?
Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:
-Un viajero.


Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.
Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.


Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento.
No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas.
Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Que en olvido las tenía puestas.... cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:
-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.
Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.
Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas.


Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde.
No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el huésped.



Autora: Emilia Pardo Bazán


LO QUE PIENSO

Esto es un cuento. No siempre los cuentos se escriben para los niños. Tambien hay cuentos para mayores. En este nos cuentan, que existen muchos modelos de los que podemos aprender, pero que precisamente por tener capacidad de elegir, no siempre adoptamos el mejor. Pensamos en lo que queremos, en lo que sería mejor para... nosostros, adoptamos una forma de ser... Pero según pasa el tiempo nos enfrentamos a una y otras circunstancias, y entonces nos damos cuenta de que nuestra elección no es plena. Y es que, es entonces cuando aprendemos que el modelo somos nosotros mismos, que nos alimentamos de algo o de alguien que involuntariamente encajó en nuesta vida y que es lo que realmente nos alimenta. Aceptar o no ese alimento, si es nuestra elección.