18 noviembre 2009

CUENTO DE LA NIÑA, EL TREN Y LAS PIEDRAS

"LA NIÑA, EL TREN Y LAS PIEDRAS"


Es la historia de una niña que soñaba con viajar, con una casa bonita donde poderse quedar. Desde muy chica jugaba con las piernitas colgando por el hueco de las verjas, y sentada en el alfeizar de la ventana soleada, mientras  los railes miraba esperando oir el pitido del  tren que iba a pasar. Y cuando al fin lo escuchaba, se ponía muy contenta, y abría mucho los ojos para ver las ventanillas, gritar a los pasajeros que volvían de viajar.  Se asomaban las cabezas como intentando encontrar, por fin, la  estación cercana donde deseaban llegar. Veía  brazos cagitados como queriendo atrapar un poco del aire fresco que los ayude a llegar. Y  la niña se creía,  que todos los pasajeros le respondieran a ella que desde la gran ventana los brazos les agitaba. Con cada vagón que se iba, que se perdía perdía de vista allá lejos, por la vía, creía haber dejado dentro un trocito de sus sueños, y que algún día, lejano, uando ya fuera mayor, podría juntarlos  todos en un precioso lugar, aquel lugar donde el tren un día la dejaría, en su última estación, en ese último andén.
Seguían pasando los días mientras la niña crecía. Ya podía ir a las vías y recoger carbón quemado que le tiznaba las manos; carbón lleno de agujeros como minúsculas cuevas, y la niña imaginaba, fascinada, que en cada retorcido hueco, habitaban unos seres minúsculos y traviesos que le gritaban pidiendo que no les dejara allí,  viviendo junto al rail durante toda su vida, porque ellos tambien querían subir una vez al tren, para ver nuevos railes y llegar a otra estación, y no ensuciarse de negro, mancharse de otro color.
Y por eso cada año, al llegar la Navidad, recogía de esas  piedras que no solían pesar, y las colocaba en casa, el  hueco en el armario, sobre el musgo y la arenilla, en una esquina y en otra, rodeadas de ramitas de árbol tierno y de tomillo. Era entonces, mientras ella colocaba las figuritas del belén, hacía que su carbón y los minúsculos seres se convertíeran en montes con sus laderas nevadas de harina, y el musgo fuera una pradera correteada  por ovejitas , pollos y pastores, de plástico.
Era su manera de crear el mundo a su gusto; ese bonito lugar que alcanzaría cuando pudiera subirse a su tren.
La niña siguió creciendo y se atrevió a caminar a lo largo de las vías, de su casa a la estación, y poco a poco, hasta esos pueblos cercanos donde paraba a comer, sentada en algún andén, en la ribera de un rio, en los bancos de las plazas..., y buscando su rincón. Se llevaba en la mochila unas piedras del camino, de diferentes colores, que luego guarda en su casa para poderlas pintar: florecitas amarillas, algún paisaje otoñal, muchas estrellas, soles, lunas, una barquita en el mar, una torre de un castillo... muchas veces las pintaba casitas de madera y piedra  con porches llenos de flores y unos jardines muy verdes donde los perros corrían persiguiendo alguna liebre o un ratón, hasta perderlos de vista en las piedras del estanque, o en las ramas de un llorón. 
La niña se hizo mayor y de tren en tren viajaba con su piedra en la mochila y llegando en cada viaje hasta un nuevo rincón. En cada tren una historia.  Ahora las ventanillas ya no se pueden abrir para recoger el aire antes de llegar al sitio donde quedarte a vivir. Ni puedes sacar los brazos para abrazar la estación, ni saludar a las niñas que miran el tren sentadas en el borde de la vía o asomadas al balcón.  Pero no importa ya eso. Desde que montó en un trén buscando sitios preciosos para sentarse a pensar, y recorrió esos  caminos donde el tren podía parar, fue dejando esas piedritas que antes solía pintar para no perder el rumbo por si debía marchar. Se encontró seres de ensueño, noches de brazos abiertos, tardes de sol marinero y arena fina de mar; se encontró montes espesos donde tumbarse a mirar el cielo con sus estrellas que la pudieron guiar. Y encontró un lugar muy bello donde se quiere quedar, con su casita de piedra, sus caminos para andar, sus seres de fantasía que la vienen a buscar, su estanque lleno de peces que relajan su mirar. Y en banco de madera, siempre al amanecer, se sienta a escribir poemas que otros puedan leer.


Eloisa