Hoy es otro día extraño; uno mas. Creo que se me acumulan demasiados. Reconozco este estado desde casi siempre, demasiados años y muchos días en cada uno. La culpa siempre la tuvo el amor, el sentirme enamorada. No se porque ha de ser así, que me embarguen sensaciones tan fuertes, mucho, que me unan sentimientos que no puedo controlar a los hombres de los que me enamoro. Siempre ha sido de esta manera.
Hubo uno, un hombre, soñador, diferente a los demás hasta el extremo haber tenido que renunciar a él, cerrarle mi vida sin avisarlo. El era el único que vestía de negro y blanco, con sus zapatos o botas impecablemente limpios, de piel reluciente en cuanquier circunstancia, si llovía, pisaba tierra... Recuerdo un invierno, eran Navidades, el día de Nochevieja, y la ciudad estaba sufriendo la mayor helada que jamás ví. Nadie se atrevía a salir para caminar sobre la capa de hielo que cubría las calles. Recuerdo de ese mismo día, que al cruzar el puente sobre el rio Pisuerga, todos cuantos lo intentábamos, nos vimos obligados a formar una cadena humana, mano con mano de vecinos y desconocidos, para vencer la heladora ráfaga de aire y el inseguro adoquín congelado. Y todo, para conseguir unas uvas con que celebrar la entrada del nuevo año cuando sonaran las doce campanadas. Nosotros, él y yo, habíamos quedado de madrugada para respirar esa primera helada del nuevo año.
Sus botas camperas negras relucían sobre el hielo, y su capa castellana de paño negro con cierre plateado, se convertía en mi abrigo esa noche, como muchas otras. El usaba sombrero negro y yo ese día, gorro de lana. Le gustaba verme con mi falda negra larga y mis botas camperas tan limpias como las suyas. Los dos nos vestimos con camisas blancas de anchos puños, que recordaban las que usan los bailarines rusos.
Era el hombre alto, delgado, con ondas en el pelo y una barba perilla que hacía recordar a Gustabo Adolfo Becquer; con el que desayunaba en la cafetería dos tes y bizcochos que compartía conmigo sabiendo ambos que a nuestro alrededor muchas miradas nos observaban. Eramos casi los únicos que no precisábamos llamar al camarero porque apenas tomabamos asiento, nuestro te con bizcochos estaba servido.
Esa noche de Navidades fue especial. Tres días antes, tambien por el frío, estuvimos hablando en su habitación, decorada en dos colores, la mitad era blanca, con una cortina negra que separaba la otra parte, toda tambien negra, incluso el techo, tras pasar permanecer ocultos bajo su negra capa apoyados en un baco de piedra junto a la orilla del rio que nos debaja atérido el aliento. En esa habitación hablábamos de sueños, de ilusiones, de nosotros, allí ......, me sentí alguna vez especial. En unas pequeñas estanterías había cálices y candelabros diversos, plateados, y algunas cajitas raras que solía regalarle. Tambien había cuadros pintados por él colgados en la pared blanca, y pequeñas estatuillas de arcilla hechas por mi. Le gustaba pintar murales que decoraban las paredes de algunos bares y otros locales, como hizo mucho atrás mi tio abuelo y mi bisabuelo. Recuerdo un mural grande que hasta hace pocos años adornaba la barra de una cafetería en la Plaza Mayor de mi ciudad, que según mi tio, se encontraba pintando justo cuando por la radio le sorprendió la noticia que anunciaba la muerte del torero Manolete. En esa misma cafetería lo conocí a él, y en esa misma, desayunábamos y jugábamos al parchis algunas tardes.
Ese hombre se fijó en mí. Siempre estábamos juntos, aunque mucha gente estuviera con nosotros. Siempre, no se porqué, aunque no planeáramos vernos ese día, acabábamos juntos. A final siempre éramos nosotros; siempre juntos y miles de horas hablando o sin hablar, sin necesitar escucharnos ni que nos oyeran.
Es dificil enamorarse de alguien que en los años ochenta usa capa castellana y al tiempo creer que ese amor duraría mucho tiempo.
Por eso nunca se hacen planes; lo entiendes, lo quieres, sin mas. Y cuando llega el momento, y llegó, hay que retirarse sin dar muchas explicaciones, porque sabes que es tu sueño del presente, pero que nunca ese futuro será como un sueño.
Han pasado muchos años, nos vimos, hablamos, paseamos de la mano de mi hijo..., su hijo. Nos vimos con mas años y otros sueños y de nuevo nos retiramos cada uno del camino del otro, porque sabes que los soñadores, igual que me ocurre a mí, solo somos resultado de unas cuantas casualidades.
Hoy, mientras hablaba con alguien, recordé a esos hombres, y ví que todos eran como yo., y no tuve mas remedio que pensar, ¡ Cúanto me costaron esos amores y cúanto los quise ! Toda una contradición.
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Eloisa
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